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martes, 9 de abril de 2013

LA SONRISA ETRUSCA


Nos ha dejado un admirable escritor: Jose Luis Sampedro, pero ha dejado el legado mejor que se puede dar: los libros, esa ternura entre líneas que dejó en su “Sonrisa etrusca”. Recuerdo cuando lo estaba leyendo en un balcón frente al mar, a finales de verano; me quedaban pocas páginas para terminar aquella historia, pero tuve que cerrar el libro, porque me era imposible seguir leyendo, y porque no quería que aquello terminara; cayeron por mis mejillas unas cuantas lágrimas, y no sé si era de ternura, de amable sonrisa, de pérdida de emociones y sentimientos.

Y hoy, cuando recibimos la noticia de su muerte, he vuelto a esos 20 años atrás para introducirme en la amable historia que me hizo disfrutar tanto.

La historia se desarrolla en Milán donde Salvatore Roncone, un viejo cascarrabias, tozudo y extraordinariamente apegado a la tierra calabresa la que nació, es trasladado por su hijo Renato para ser tratado de un cáncer..
En la gran ciudad encara el choque de dos mundos: el de su hijo y esposa quienes, junto a su único hijo, Bruno, de trece meses de edad, forman una típica familia burguesa y urbana, con el suyo en el sur de Italia mundo de sabores, de olores, de rancias y machistas costumbres y de rencillas familiares.
El pequeño nieto se llama Bruno, nombre que hace feliz al abuelo pues, aún ignorándolo su propio hijo, era el nombre que recibía Salvatore en la clandestinidad partisana. Se establece así una relación entre el abuelo y el nieto, en quién vuelca su ternura y a quién intenta transmitir su amor por la vida que a él, como consecuencia de la enfermedad, se le va escapando.
Qué lecciones de humanidad y que hoy estamos destrozando por las conjuras de nuestros caprichos y vaivenes llenos de falta de generosidad.

Decía Ángeles Caso en el Mundo: «Sampedro nos muestra su profundo conocimiento del ser humano, su envidiable inclinación hacia la ternura y la serenidad. Nos devuelve lo que de verdad importa: el amor, la entrega, la pasión y la muerte». Una historia universal que en manos de Jose Luis Sampedro se transforma en un libro inolvidable que ofrece un conocimiento profundo y verdadero del alma humana.
Por eso, este acontecimiento nos tiene que hacer reflexionar sobre la lectura, sobre la educación; decía Manuel Ramos Arizpe: “La educación, es uno de los derechos de todo pueblo ilustrado, y sólo los déspotas y tiranos sostienen la ignorancia de la gente, para más fácilmente, abusar de sus derechos …”.

La ternura escondida, el cariño perdido o la sensibilidad enterrada con el paso de los años pueden volver en el momento más inesperado para recordarte que ni estaba escondida, ni se había perdido, ni su entierro fue tan profundo como para no volver a ver la luz. Esta es la certeza que nos pone delante José Luis Sampedro cuando nos regala La sonrisa etrusca.

Y quiero terminar con el prólogo de la “Sonrisa etrusca” de Ángeles Caso:
“No espere el lector de mí un prólogo demasiado erudito. Si tengo que hablar de José Luis Sampedro, no quiero hacerlo sin recordar cuánto le debo. Porque en los tiempos en los que yo era una de esas escritoras secretas que comenzaba a pensar en la posibilidad de publicar, Sampedro fue uno de los autores a los que tuve la osadía de pedir consejo. A decir verdad, más que consejo, ánimo, que eso es lo que normalmente se busca cuando desde la inexperiencia se acude a alguien consagrado. Lo había conocido -después de disfrutarlo como escritor- haciéndole una entrevista, y fine tal su afabilidad y su simpatía, que me atreví a hacerle llegar un relato -malo, creo ahora- en el que yo sin embargo había puesto muchas expectativas. Al cabo de unos días, José Luis Sampedro, sampedrianamente, me llamó y quedó conmigo para tomar un café. Aquello fueron más que palabras de ánimo. Fue, lo recuerdo muy bien, uno de los empujones definitivos para lanzarme a mi propia carrera literaria. Mucho más de lo que recibí en parecidas circunstancias de otros escritores, más cercanos, más afines, teóricamente más colegas. Gentes así, se lo aseguro, no abundan en este mundillo de las letras. Ni en ningún otro, me temo.
Comprendan pues ustedes que sólo pueda y quiera- hablar de Sampedro con pasión. Con la de la escritora agradecida y la de la lectora emocionada -de antiguo- por una novela como ésta. Novela de Sampedro, diría yo. Plenamente sampedriana. Bastaría con eso. Porque sólo él podría haber escrito esta historia tan suya, de ternuras y flaquezas humanas y difíciles valentías y prejuicios superados. Suya también en la forma -sin la cual no hay historia que valga la pena-, en esa prosa rápida y vigorosa, eficaz y clara, atravesada a ráfagas por un inevitable arrebato poético.

Sampedriano es el protagonista de esta historia, Bruno, ese viejo -no creo que a él le moleste el adjetivo- consciente de su próximo final y, al mismo tiempo, lúcidamente preparado para él. Un hombre que ve cómo su pasado, su mundo partisano, campesino, rudo, se transforma sampedrianamente en un pequeño y cálido paraíso de ternura de la mano de su nieto, Brunettíno. Tan sólo unos meses bastan para que el vieja calabrés acabe preguntándose, dudando de sus recios principios afectivos y encontrando al fin, por medio de nuevas sensaciones hasta entonces desconocidas, una forma distinta de sentir la vida y de querer vivirla. Y el lector -esta-lectora, al menos- no puede evitar pensar que toda esa plenitud, esa lúcida comprensión de los misterios más hondos, esa generosa apertura del espíritu son las del propio autor.

Gracias Jose Luis para haberme ayudado a comprender el alma humana, gracias compañero.

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