Nos ha dejado un admirable escritor: Jose Luis Sampedro, pero ha
dejado el legado mejor que se puede dar: los libros, esa ternura entre líneas
que dejó en su “Sonrisa etrusca”. Recuerdo cuando lo estaba leyendo en un balcón
frente al mar, a finales de verano; me quedaban pocas páginas para terminar
aquella historia, pero tuve que cerrar el libro, porque me era imposible seguir
leyendo, y porque no quería que aquello terminara; cayeron por mis mejillas
unas cuantas lágrimas, y no sé si era de ternura, de amable sonrisa, de pérdida
de emociones y sentimientos.
Y hoy, cuando recibimos la noticia de su muerte, he vuelto a esos
20 años atrás para introducirme en la amable historia que me hizo disfrutar
tanto.
La historia se desarrolla en Milán
donde Salvatore Roncone, un viejo cascarrabias, tozudo y extraordinariamente
apegado a la tierra calabresa la
que nació, es trasladado por su hijo Renato para ser tratado de un cáncer..
En la gran ciudad encara el
choque de dos mundos: el de su hijo y esposa quienes, junto a su único hijo,
Bruno, de trece meses de edad, forman una típica familia burguesa y urbana, con
el suyo en el sur de Italia mundo
de sabores, de olores, de rancias y machistas costumbres y de rencillas
familiares.
El pequeño nieto se llama
Bruno, nombre que hace feliz al abuelo pues, aún ignorándolo su propio hijo,
era el nombre que recibía Salvatore en la clandestinidad partisana. Se
establece así una relación entre el abuelo y el nieto, en quién vuelca su
ternura y a quién intenta transmitir su amor por la vida que a él, como
consecuencia de la enfermedad, se le va escapando.
Qué lecciones de humanidad y que hoy estamos destrozando por las
conjuras de nuestros caprichos y vaivenes llenos de falta de generosidad.
Decía Ángeles
Caso en el Mundo: «Sampedro nos muestra su profundo conocimiento del ser
humano, su envidiable inclinación hacia la ternura y la serenidad. Nos devuelve
lo que de verdad importa: el amor, la entrega, la pasión y la muerte». Una
historia universal que en manos de Jose Luis Sampedro se transforma en un libro
inolvidable que ofrece un conocimiento profundo y verdadero del alma humana.
Por
eso, este acontecimiento nos tiene que hacer reflexionar sobre la lectura,
sobre la educación; decía Manuel Ramos Arizpe: “La educación, es uno de los
derechos de todo pueblo ilustrado, y sólo los déspotas y tiranos sostienen la
ignorancia de la gente, para más fácilmente, abusar de sus derechos …”.
La ternura escondida, el cariño perdido o la
sensibilidad enterrada con el paso de los años pueden volver en el momento más
inesperado para recordarte que ni estaba escondida, ni se había perdido, ni su
entierro fue tan profundo como para no volver a ver la luz. Esta es la certeza
que nos pone delante José Luis Sampedro cuando
nos regala La sonrisa etrusca.
Y
quiero terminar con el prólogo de la “Sonrisa etrusca” de Ángeles Caso:
“No
espere el lector de mí un prólogo demasiado erudito. Si tengo que hablar de
José Luis Sampedro, no quiero hacerlo sin recordar cuánto le debo. Porque en
los tiempos en los que yo era una de esas escritoras secretas que comenzaba a
pensar en la posibilidad de publicar, Sampedro fue uno de los autores a los que
tuve la osadía de pedir consejo. A decir verdad, más que consejo, ánimo, que
eso es lo que normalmente se busca cuando desde la inexperiencia se acude a
alguien consagrado. Lo había conocido -después de disfrutarlo como escritor-
haciéndole una entrevista, y fine tal su afabilidad y su simpatía, que me
atreví a hacerle llegar un relato -malo, creo ahora- en el que yo sin embargo
había puesto muchas expectativas. Al cabo de unos días, José Luis Sampedro,
sampedrianamente, me llamó y quedó conmigo para tomar un café. Aquello fueron
más que palabras de ánimo. Fue, lo recuerdo muy bien, uno de los empujones
definitivos para lanzarme a mi propia carrera literaria. Mucho más de lo que
recibí en parecidas circunstancias de otros escritores, más cercanos, más
afines, teóricamente más colegas. Gentes así, se lo aseguro, no abundan en este
mundillo de las letras. Ni en ningún otro, me temo.
Comprendan
pues ustedes que sólo pueda y quiera- hablar de Sampedro con pasión. Con la de
la escritora agradecida y la de la lectora emocionada -de antiguo- por una
novela como ésta. Novela de Sampedro, diría yo. Plenamente sampedriana.
Bastaría con eso. Porque sólo él podría haber escrito esta historia tan suya,
de ternuras y flaquezas humanas y difíciles valentías y prejuicios superados.
Suya también en la forma -sin la cual no hay historia que valga la pena-, en
esa prosa rápida y vigorosa, eficaz y clara, atravesada a ráfagas por un
inevitable arrebato poético.
Sampedriano
es el protagonista de esta historia, Bruno, ese viejo -no creo que a él le moleste
el adjetivo- consciente de su próximo final y, al mismo tiempo, lúcidamente preparado
para él. Un hombre que ve cómo su pasado, su mundo partisano, campesino, rudo,
se transforma sampedrianamente en un pequeño y cálido paraíso de ternura de la mano
de su nieto, Brunettíno. Tan sólo unos meses bastan para que el vieja calabrés acabe
preguntándose, dudando de sus recios principios afectivos y encontrando al fin,
por medio de nuevas sensaciones hasta entonces desconocidas, una forma distinta
de sentir la vida y de querer vivirla. Y el lector -esta-lectora, al menos- no
puede evitar pensar que toda esa plenitud, esa lúcida comprensión de los
misterios más hondos, esa generosa apertura del espíritu son las del propio
autor.
Gracias
Jose Luis para haberme ayudado a comprender el alma humana, gracias compañero.
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